El caracol, esa espiral de humo que no crece, con el borde intensamente rosado, un querube, un quéramos exquisito. De pronto, saca la frente y los pies transparentes, y camina como un señor, una señorita de los cielos, de los fúnebres, tiene sordas bocinas sexuales. Es a la vez, el señor y la señorita. En ese pedacito blanco están Hermes y Afrodita; así, se detiene y se conjuga, solo. Y, luego, del segundo perturbador, prosigue, sobre las caras rosadas de las rosas, como una carroza, una miniporcelana trashumante.
Hasta que deja de mirar.
O cae al pasto esa cajita, redonda, desolada.
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Vidrios rotos