Debajo de la mesa

En estos días me encantaría _por qué no_ pasarla con los perros debajo de la mesa. No sé preparar la pavita, mucho menos el lechón, no me gusta ir al shopping y para la ocasión, basta con vestirse con una sonrisa de hierro.

Arriba de la mesa hay tanto... que desborda. A mis viejos les copa que sobre, es su único objetivo para estas fechas. A mí eso me agudiza el olfato y el gusto, pero no me entusiasma. De hecho nunca me dieron ganas de salir a saludar a los vecinos porque el alcohol me da sueño y uno se siente con poco margen de maniobra. Además los vecinos borrachos no son los vecinos de siempre. Son como una continuación de la pesadilla familiar. Otro compromiso social, un típico obstáculo del mismo comando. Si tuviese una consola de juegos de guerra, mis armas atacarían el arsenal de bombas que prepararon. Sí, primero le daría a la caja con las cebollas y después iría contra esos globos malditos que quemaron los pocos quinchos de madera (un souvenir kitsch de la década del ochenta).

Las fiestas de alguna manera reavivan el resentimiento, como si brotase a chorros la brutalidad, como una fuente de hipocresía a conciencia. Mis viejos saben que no pueden comprar la felicidad, pero la actúan mal y con muy poco margen de improvisación.

Me pregunto si esta etapa se supera, si un día me levanto y ya no estamos obligados a sufrir las fiestas, más bien quemamos _metafóricamente_ a la familia con los vecinos y vivimos un 24 con sándwiches de miga, helado de limón y un champú bien frapé.